Yo los odiaba. Veía sus rostros oscuros, sus ojos pequeños, sus cabellos lacios y renegridos, brillosos y grasientos, y sentía que un profundo desprecio nacía en mi interior. Desprecio, odio, asco por esa gente sucia, negra, demasiado gordos o flacos, siempre mal vestidos, calzados de zapatillas imitación de las de marca, siempre tratando de parecer que eran igual que nosotros. Cuando veía a los muchachos vagando en grupos por las calles del barrio, riéndose vaya a saber de qué, o parados en una esquina con la botella de cerveza que se iban pasando los unos a los otros para tomar a pico, me daban tanto asco... Deseaba verlos desaparecer ante mis ojos, deseaba que la tierra se los tragara, que no quedaran ni restos siquiera de esos seres inferiores, mugrientos, viciosos, vagos, una lacra de la humanidad. A veces, cuando me cruzaba alguno de los chicos con gorras con viseras al revés y vaqueros agujereados en las rodillas, que caminaban con pasos largos y seguros, como si se creyeran dueños del mundo, sentía que el odio salía por mis ojos y deseaba que ese odio se convirtiera en lenguas de fuego, para quemarlos, incinerarlos, hacerlos desaparecer para siempre de este mundo.
Ellos debían saber que los odiaba, supongo. Ellos debían sentir ese odio, porque al enfrentarse a mí bajaban la mirada, la fijaban en el suelo, y seguían caminando con el paso cambiado, más ligero, tal vez para alejarse de mí lo más rápido posible.
Me gustaba que me tuvieran miedo. Me hacía bien sentir que me vieran como un peligro, como alguien que podía hacerles daño de alguna manera, aún cuando no supieran que yo era policía. Era bueno sentirse más fuerte que esta gente, qué digo, esa gentuza, esa lacra, porque alguien tiene que hacerles entender que no pueden igualarse a nosotros, que nunca van a poder vivir de la misma manera que nosotros, que siempre van a ser inferiores, un rebaño de ovejas manejados por el político de turno a cambio de una bolsa con comida, un choripán y un tetrabrik con vino, o un par de cervezas.
Siempre odié a los negros. Desde que era chiquito me peleaba con ellos en el patio de la escuela, les hacía zancadillas para que se cayeran y después les pegaba, aunque fueran más fuertes que yo y volviera a casa con la cara ensangrentada y el guardapolvos roto, pero me daba el gusto de pegarles. Mamá me miraba con desaprobación, murmurando rezongos, pero mi padre se encogía de hombros y decía que está bien, seguro que esos negros lo habrán provocado, está bien que el chico aprenda a defenderse. Así fue toda mi vida. En el secundario había pocos, porque iban dejando a medida que pasaban las semanas y los meses de clase, si ya sabemos que son incapaces de estudiar, tienen el cerebro atrofiado por esa comida de porquería que les dan las madres para mantenerlos con vida a toda costa desde que nacen, y las pocas neuronas que les quedan las tienen quemadas de tanta cerveza. Pero igual me peleaba con ellos cada vez que podía, me gustaba verles las caras ensangrentadas y los ojos llenos de miedo cuando les hacía frente, porque ni siquiera entre dos o tres podían conmigo. Era la fuerza de la furia, del odio que les tenía lo que me hacía más poderoso que ellos, imbatible.
Algunas veces nos encontrábamos en los bailes. Los negros iban, con el cabello peinado con gel y el vaquero barato, tratando de parecer lindos para atraer a las negritas, y bailaban saltando como monos, moviéndose y despidiendo ese olor rancio a sudor y sexo. Asco, me daban tanto asco....
Cuando entré a la policía me tocó hacer rondas en los barrios bajos, esos barrios con calles de tierra y casas de ladrillos sin revocar, casas mal hechas y autos viejos, rotos y descascarados, que los negros se compran por poca plata, o simplemente roban. Ellos estaban allí, a veces sentados en las puertas, tomando cervezas y hablando de cosas sin sentido, vaya a saber qué, cómo iban a hacer para conquistar a la morochita de la otra cuadra, o cómo iban a convencer a la negrita que conocieron en el baile para que se acostara con ellos. Aunque no creo que tuvieran que usar mucho argumento, porque esas negras son todas putas, qué digo, ni siquiera eso, porque las putas por lo menos cobran, estas se acuestan por diversión, de puro calentonas, para que las toquen, para tener un hijo que se parezca al tipo que les gusta, porque coleccionan hijos de distintos hombres como quien colecciona recuerdos de lugares turísticos. Los miraba y deseaba que se atrevieran a hacer algo malo, que insinuaran el más mínimo gesto de provocación para sacar el arma y descargar todas las balas sobre ellos, verlos caer ensangrentados en la calle, verlos muertos... Pero ellos tenían mucho cuidado, se hacían los disimulados, bajaban la vista cuando veían acercarse al móvil de la policía y seguían hablando de sus cosas, contándose sus porquerías. Entonces, me gustaba imaginar que sentían mi odio, que lo sentían como un calor que brotaba desde el auto y les hacía nacer toda su cobardía.
Porque son cobardes, esos negros de la villa, todo el mundo lo sabe. Se envalentonan cuando van en grupo, cuando tienen la garganta caliente de cerveza y la mente atontada por las drogas, pero si están solos no son nada, se convierten en un muñeco de trapo y estopa, que se incineran con su propio miedo. Por eso me gusta encontrármelos a solas, que nuestras miradas se crucen y se encuentren, y ver cómo se achican y se esconden dentro de sí mismos, como esas arañas de patas largas que apenas se les acierta un golpe se convierten en una cosa pequeña y oscura, un ovillito sin sentido que si uno no las vio antes ni siquiera las identifica.
La alegría de mi día era encontrar a uno de ellos robando, o a punto de robar, vigilando una casa vacía o haciendo guardia en la puerta de un comercio; descubrirlo así, infraganti o casi, y agarrarlo de los brazos, sacudirle un par de bofetadas, colocarle las esposas y llevarlo a los empujones hasta el auto, obligarlo a bajar la cabeza para meterlo adentro, pero no lo suficiente, y dejar que se golpee la frente, que le duela, que aprenda que ser chorro no tiene premio y que la policía está para eso, para agarrarlos a todos y encerrarlos, ojalá se pudran en la cárcel y no puedan volver a las casas para seguir saliendo con las negritas, y trayendo hijos al mundo, hijos desnutridos y descerebrados como ellos, que serán tan chorros y desgraciados como los padres. Pero no, no es así. La verdad es que salen, siempre salen, salen dos o tres días después de que los detenemos, o una semana después, pero salen, porque son menores o porque no alcanzaron a hacer nada antes de que los detuviéramos, o porque los dueños del comercio que robaron les tienen miedo a los hermanos de esos negros y ni siquiera se animan a firmar las denuncias. ¡Los perdonan! Pero a nosotros no, a nosotros nos ensucian todo el tiempo, nos acusan de violentos, de gatillo fácil, de asesinos uniformados, a nosotros, que andamos en la calle vigilando para salvarles la vida, las casas, los automóviles importados, los televisores de pantalla gigante, los equipos de música, las ganancias de sus comercios y de sus empresas. A veces, ellos también me hacen sentir odio, como los negros, porque en el fondo son sus cómplices, porque prefieren verlos caminando por las calles y a nosotros nos miran con miedo o con desprecio, como si fuéramos culpables de todo lo malo que ocurre en esta ciudad, en este país, en este mundo.
En eso venía pensando ese día, cuando encontré a los tres negritos de la villa. Era de noche, una noche oscura y húmeda, con un retumbar de truenos lejanos anunciando la tormenta de Santa Rosa. Los tres estaban delante del kiosco de Don Emilio, que hacía meses despachaba detrás de las rejas porque ya le habían asaltado tantas veces que ya no le quedaba ánimo para abrir la puerta, pero mantenía la costumbre de atender a cualquier hora a los que hicieran sonar el timbre porque el viejo sufría de insomnio y pasaba las noches viendo películas y decía que al menos algunos pesos se hacía y le sacaba ventajas al castigo de no poder dormir.
Los tres estaban frente a la ventanita enrejada, uno con la mano en el timbre, los otros mirando para adentro, con las manos puestas sobre los ojos como viseras, espiando. Apenas los vi, me di cuenta que eran chorros. Ni siquiera habían tocado el timbre, solamente hicieron el gesto para disimular cuando se dieron cuenta de que se acercaba un auto, estoy seguro. Les di la voz de «alto, policía», y se dieron vuelta a mirarme, sorprendidos. El más chico obedeció enseguida, se puso de rodillas con las manos en la nuca, la cabeza baja, temblando; los otros intentaron retobarse. «No somos chorros, sólo venimos a comprar cigarros», dijo uno de ellos, pero tuvo la precaución de levantar los brazos, por las dudas. «¡Qué te pasa, negro! ¡Si vos me conocés, si somos vecinos!», gritó el otro, el más alto, mirándome con cara de asombro.
¡Me dijo «negro»! El insulto me golpeó en la cara como una trompada de knock out, me sacudió, me provocó un estremecimiento de dolor, creo que hasta dejé escapar un gemido. Me insultó, el maldito negro villero me insultó, se dio el lujo de insultarme, de recordarme que vivía en el mismo barrio, que tenía la desgracia de compartir sus mismas miserias, de ver la misma mugre, de oler el mismo hedor abominable de aguas podridas, de oír las interminables cumbias villeras y los insultos de medianoche entre borrachos y los llantos de las mujeres golpeadas por sus maridos y los lamentos de los chicos hambrientos, cansados de mate cocido con pan seco. Me recordó mi origen, me ofendió en plena calle, delante de los otros dos negritos, a oídos de don Emilio, que espiaba a través de las cortinas del kiosco, de cualquiera de los vecinos que se hubiera despertado con el ruido.
Sentí el odio, creciendo como una fuerza brutal e incontenible, derramándose desde mi interior como lava volcánica, quemando mis huesos y mi piel. Y empecé a golpearlo, una y otra vez, con los puños convertidos en mazos de acero, adelante para estrellarse contra su cara, atrás para buscar más fuerzas, adelante para romper una nariz, para partir una ceja, para hundir un ojo, para magullar un pómulo, para desprender dientes y trozos de labios ensangrentados. Sin cansancio, una y otra vez, a pesar de los gritos del más grande y de los sollozos convulsivos del más chico, que seguía de rodillas en el suelo, mirando como hipnotizado. Y seguí golpeando cuando el flaco se cayó, pateándolo en la cabeza, en las costillas, en las piernas, y gritándole, negro, negro maldito, negro chorro, no vas a robar más a nadie, no vas a insultar más a nadie, de mí no va a salvarte nadie...
En algún momento, él se quedó quieto, inmóvil, fláccido como un muñeco de carne y huesos molidos. ¿Muerto? El flaco parecía muerto. Y el otro empezó a gritar como un loco, con chillidos histéricos: «Lo mataste, mataste al Diego, asesino, maldito asesino, asesino...!» Don Emilio había prendido la luz del kiosco y la cara del muchacho brilló, empapada por las lágrimas. «¡Te voy a denunciar, vas a pagar esto, desgraciado!»
«¡Pum, pum, pum!». El muchacho cayó muerto, al lado del flaco. Los disparos retumbaron a lo largo de la calle, y enseguida llegó el chillido del chico arrodillado en la vereda, mientras la sangre del muerto empezaba a mojarle los vaqueros deshilachados en las rodillas. Su cara era una máscara de terror, eso fue lo último que vi antes de levantar el arma y sentir el sacudón del disparo saliendo para estallar en su cabeza. Cayó de bruces, junto a los otros. Muertos, tres negros muertos, tres villeros, tres delincuentes, tres ladrones descubiertos justo cuando se aprestaban a asaltar el kiosco. Don Emilio va a decir que sí, porque él también sabe que los negros de la villa son todos chorros, ya le robaron tantas veces...
Por eso los odio tanto, porque soy policía para proteger y servir, como dicen en las películas americanas, y los tres negros estaban por robarle a ese pobre viejo, ese kiosquero de mala muerte que ni siquiera gana para pagar los impuestos. Ahora son tres chorros muertos.
Y mi odio descansa, se repliega, se esconde en algún rincón de mi alma, y siento un gran alivio, una enorme sensación de paz, de haber cumplido con mi deber.***
Ellos debían saber que los odiaba, supongo. Ellos debían sentir ese odio, porque al enfrentarse a mí bajaban la mirada, la fijaban en el suelo, y seguían caminando con el paso cambiado, más ligero, tal vez para alejarse de mí lo más rápido posible.
Me gustaba que me tuvieran miedo. Me hacía bien sentir que me vieran como un peligro, como alguien que podía hacerles daño de alguna manera, aún cuando no supieran que yo era policía. Era bueno sentirse más fuerte que esta gente, qué digo, esa gentuza, esa lacra, porque alguien tiene que hacerles entender que no pueden igualarse a nosotros, que nunca van a poder vivir de la misma manera que nosotros, que siempre van a ser inferiores, un rebaño de ovejas manejados por el político de turno a cambio de una bolsa con comida, un choripán y un tetrabrik con vino, o un par de cervezas.
Siempre odié a los negros. Desde que era chiquito me peleaba con ellos en el patio de la escuela, les hacía zancadillas para que se cayeran y después les pegaba, aunque fueran más fuertes que yo y volviera a casa con la cara ensangrentada y el guardapolvos roto, pero me daba el gusto de pegarles. Mamá me miraba con desaprobación, murmurando rezongos, pero mi padre se encogía de hombros y decía que está bien, seguro que esos negros lo habrán provocado, está bien que el chico aprenda a defenderse. Así fue toda mi vida. En el secundario había pocos, porque iban dejando a medida que pasaban las semanas y los meses de clase, si ya sabemos que son incapaces de estudiar, tienen el cerebro atrofiado por esa comida de porquería que les dan las madres para mantenerlos con vida a toda costa desde que nacen, y las pocas neuronas que les quedan las tienen quemadas de tanta cerveza. Pero igual me peleaba con ellos cada vez que podía, me gustaba verles las caras ensangrentadas y los ojos llenos de miedo cuando les hacía frente, porque ni siquiera entre dos o tres podían conmigo. Era la fuerza de la furia, del odio que les tenía lo que me hacía más poderoso que ellos, imbatible.
Algunas veces nos encontrábamos en los bailes. Los negros iban, con el cabello peinado con gel y el vaquero barato, tratando de parecer lindos para atraer a las negritas, y bailaban saltando como monos, moviéndose y despidiendo ese olor rancio a sudor y sexo. Asco, me daban tanto asco....
Cuando entré a la policía me tocó hacer rondas en los barrios bajos, esos barrios con calles de tierra y casas de ladrillos sin revocar, casas mal hechas y autos viejos, rotos y descascarados, que los negros se compran por poca plata, o simplemente roban. Ellos estaban allí, a veces sentados en las puertas, tomando cervezas y hablando de cosas sin sentido, vaya a saber qué, cómo iban a hacer para conquistar a la morochita de la otra cuadra, o cómo iban a convencer a la negrita que conocieron en el baile para que se acostara con ellos. Aunque no creo que tuvieran que usar mucho argumento, porque esas negras son todas putas, qué digo, ni siquiera eso, porque las putas por lo menos cobran, estas se acuestan por diversión, de puro calentonas, para que las toquen, para tener un hijo que se parezca al tipo que les gusta, porque coleccionan hijos de distintos hombres como quien colecciona recuerdos de lugares turísticos. Los miraba y deseaba que se atrevieran a hacer algo malo, que insinuaran el más mínimo gesto de provocación para sacar el arma y descargar todas las balas sobre ellos, verlos caer ensangrentados en la calle, verlos muertos... Pero ellos tenían mucho cuidado, se hacían los disimulados, bajaban la vista cuando veían acercarse al móvil de la policía y seguían hablando de sus cosas, contándose sus porquerías. Entonces, me gustaba imaginar que sentían mi odio, que lo sentían como un calor que brotaba desde el auto y les hacía nacer toda su cobardía.
Porque son cobardes, esos negros de la villa, todo el mundo lo sabe. Se envalentonan cuando van en grupo, cuando tienen la garganta caliente de cerveza y la mente atontada por las drogas, pero si están solos no son nada, se convierten en un muñeco de trapo y estopa, que se incineran con su propio miedo. Por eso me gusta encontrármelos a solas, que nuestras miradas se crucen y se encuentren, y ver cómo se achican y se esconden dentro de sí mismos, como esas arañas de patas largas que apenas se les acierta un golpe se convierten en una cosa pequeña y oscura, un ovillito sin sentido que si uno no las vio antes ni siquiera las identifica.
La alegría de mi día era encontrar a uno de ellos robando, o a punto de robar, vigilando una casa vacía o haciendo guardia en la puerta de un comercio; descubrirlo así, infraganti o casi, y agarrarlo de los brazos, sacudirle un par de bofetadas, colocarle las esposas y llevarlo a los empujones hasta el auto, obligarlo a bajar la cabeza para meterlo adentro, pero no lo suficiente, y dejar que se golpee la frente, que le duela, que aprenda que ser chorro no tiene premio y que la policía está para eso, para agarrarlos a todos y encerrarlos, ojalá se pudran en la cárcel y no puedan volver a las casas para seguir saliendo con las negritas, y trayendo hijos al mundo, hijos desnutridos y descerebrados como ellos, que serán tan chorros y desgraciados como los padres. Pero no, no es así. La verdad es que salen, siempre salen, salen dos o tres días después de que los detenemos, o una semana después, pero salen, porque son menores o porque no alcanzaron a hacer nada antes de que los detuviéramos, o porque los dueños del comercio que robaron les tienen miedo a los hermanos de esos negros y ni siquiera se animan a firmar las denuncias. ¡Los perdonan! Pero a nosotros no, a nosotros nos ensucian todo el tiempo, nos acusan de violentos, de gatillo fácil, de asesinos uniformados, a nosotros, que andamos en la calle vigilando para salvarles la vida, las casas, los automóviles importados, los televisores de pantalla gigante, los equipos de música, las ganancias de sus comercios y de sus empresas. A veces, ellos también me hacen sentir odio, como los negros, porque en el fondo son sus cómplices, porque prefieren verlos caminando por las calles y a nosotros nos miran con miedo o con desprecio, como si fuéramos culpables de todo lo malo que ocurre en esta ciudad, en este país, en este mundo.
En eso venía pensando ese día, cuando encontré a los tres negritos de la villa. Era de noche, una noche oscura y húmeda, con un retumbar de truenos lejanos anunciando la tormenta de Santa Rosa. Los tres estaban delante del kiosco de Don Emilio, que hacía meses despachaba detrás de las rejas porque ya le habían asaltado tantas veces que ya no le quedaba ánimo para abrir la puerta, pero mantenía la costumbre de atender a cualquier hora a los que hicieran sonar el timbre porque el viejo sufría de insomnio y pasaba las noches viendo películas y decía que al menos algunos pesos se hacía y le sacaba ventajas al castigo de no poder dormir.
Los tres estaban frente a la ventanita enrejada, uno con la mano en el timbre, los otros mirando para adentro, con las manos puestas sobre los ojos como viseras, espiando. Apenas los vi, me di cuenta que eran chorros. Ni siquiera habían tocado el timbre, solamente hicieron el gesto para disimular cuando se dieron cuenta de que se acercaba un auto, estoy seguro. Les di la voz de «alto, policía», y se dieron vuelta a mirarme, sorprendidos. El más chico obedeció enseguida, se puso de rodillas con las manos en la nuca, la cabeza baja, temblando; los otros intentaron retobarse. «No somos chorros, sólo venimos a comprar cigarros», dijo uno de ellos, pero tuvo la precaución de levantar los brazos, por las dudas. «¡Qué te pasa, negro! ¡Si vos me conocés, si somos vecinos!», gritó el otro, el más alto, mirándome con cara de asombro.
¡Me dijo «negro»! El insulto me golpeó en la cara como una trompada de knock out, me sacudió, me provocó un estremecimiento de dolor, creo que hasta dejé escapar un gemido. Me insultó, el maldito negro villero me insultó, se dio el lujo de insultarme, de recordarme que vivía en el mismo barrio, que tenía la desgracia de compartir sus mismas miserias, de ver la misma mugre, de oler el mismo hedor abominable de aguas podridas, de oír las interminables cumbias villeras y los insultos de medianoche entre borrachos y los llantos de las mujeres golpeadas por sus maridos y los lamentos de los chicos hambrientos, cansados de mate cocido con pan seco. Me recordó mi origen, me ofendió en plena calle, delante de los otros dos negritos, a oídos de don Emilio, que espiaba a través de las cortinas del kiosco, de cualquiera de los vecinos que se hubiera despertado con el ruido.
Sentí el odio, creciendo como una fuerza brutal e incontenible, derramándose desde mi interior como lava volcánica, quemando mis huesos y mi piel. Y empecé a golpearlo, una y otra vez, con los puños convertidos en mazos de acero, adelante para estrellarse contra su cara, atrás para buscar más fuerzas, adelante para romper una nariz, para partir una ceja, para hundir un ojo, para magullar un pómulo, para desprender dientes y trozos de labios ensangrentados. Sin cansancio, una y otra vez, a pesar de los gritos del más grande y de los sollozos convulsivos del más chico, que seguía de rodillas en el suelo, mirando como hipnotizado. Y seguí golpeando cuando el flaco se cayó, pateándolo en la cabeza, en las costillas, en las piernas, y gritándole, negro, negro maldito, negro chorro, no vas a robar más a nadie, no vas a insultar más a nadie, de mí no va a salvarte nadie...
En algún momento, él se quedó quieto, inmóvil, fláccido como un muñeco de carne y huesos molidos. ¿Muerto? El flaco parecía muerto. Y el otro empezó a gritar como un loco, con chillidos histéricos: «Lo mataste, mataste al Diego, asesino, maldito asesino, asesino...!» Don Emilio había prendido la luz del kiosco y la cara del muchacho brilló, empapada por las lágrimas. «¡Te voy a denunciar, vas a pagar esto, desgraciado!»
«¡Pum, pum, pum!». El muchacho cayó muerto, al lado del flaco. Los disparos retumbaron a lo largo de la calle, y enseguida llegó el chillido del chico arrodillado en la vereda, mientras la sangre del muerto empezaba a mojarle los vaqueros deshilachados en las rodillas. Su cara era una máscara de terror, eso fue lo último que vi antes de levantar el arma y sentir el sacudón del disparo saliendo para estallar en su cabeza. Cayó de bruces, junto a los otros. Muertos, tres negros muertos, tres villeros, tres delincuentes, tres ladrones descubiertos justo cuando se aprestaban a asaltar el kiosco. Don Emilio va a decir que sí, porque él también sabe que los negros de la villa son todos chorros, ya le robaron tantas veces...
Por eso los odio tanto, porque soy policía para proteger y servir, como dicen en las películas americanas, y los tres negros estaban por robarle a ese pobre viejo, ese kiosquero de mala muerte que ni siquiera gana para pagar los impuestos. Ahora son tres chorros muertos.
Y mi odio descansa, se repliega, se esconde en algún rincón de mi alma, y siento un gran alivio, una enorme sensación de paz, de haber cumplido con mi deber.***