sábado, 28 de marzo de 2009

EL ODIO


Yo los odiaba. Veía sus rostros oscuros, sus ojos pequeños, sus cabellos lacios y renegridos, brillosos y grasientos, y sentía que un profundo desprecio nacía en mi interior. Desprecio, odio, asco por esa gente sucia, negra, demasiado gordos o flacos, siempre mal vestidos, calzados de zapatillas imitación de las de marca, siempre tratando de parecer que eran igual que nosotros. Cuando veía a los muchachos vagando en grupos por las calles del barrio, riéndose vaya a saber de qué, o parados en una esquina con la botella de cerveza que se iban pasando los unos a los otros para tomar a pico, me daban tanto asco... Deseaba verlos desaparecer ante mis ojos, deseaba que la tierra se los tragara, que no quedaran ni restos siquiera de esos seres inferiores, mugrientos, viciosos, vagos, una lacra de la humanidad. A veces, cuando me cruzaba alguno de los chicos con gorras con viseras al revés y vaqueros agujereados en las rodillas, que caminaban con pasos largos y seguros, como si se creyeran dueños del mundo, sentía que el odio salía por mis ojos y deseaba que ese odio se convirtiera en lenguas de fuego, para quemarlos, incinerarlos, hacerlos desaparecer para siempre de este mundo.
Ellos debían saber que los odiaba, supongo. Ellos debían sentir ese odio, porque al enfrentarse a mí bajaban la mirada, la fijaban en el suelo, y seguían caminando con el paso cambiado, más ligero, tal vez para alejarse de mí lo más rápido posible.
Me gustaba que me tuvieran miedo. Me hacía bien sentir que me vieran como un peligro, como alguien que podía hacerles daño de alguna manera, aún cuando no supieran que yo era policía. Era bueno sentirse más fuerte que esta gente, qué digo, esa gentuza, esa lacra, porque alguien tiene que hacerles entender que no pueden igualarse a nosotros, que nunca van a poder vivir de la misma manera que nosotros, que siempre van a ser inferiores, un rebaño de ovejas manejados por el político de turno a cambio de una bolsa con comida, un choripán y un tetrabrik con vino, o un par de cervezas.
Siempre odié a los negros. Desde que era chiquito me peleaba con ellos en el patio de la escuela, les hacía zancadillas para que se cayeran y después les pegaba, aunque fueran más fuertes que yo y volviera a casa con la cara ensangrentada y el guardapolvos roto, pero me daba el gusto de pegarles. Mamá me miraba con desaprobación, murmurando rezongos, pero mi padre se encogía de hombros y decía que está bien, seguro que esos negros lo habrán provocado, está bien que el chico aprenda a defenderse. Así fue toda mi vida. En el secundario había pocos, porque iban dejando a medida que pasaban las semanas y los meses de clase, si ya sabemos que son incapaces de estudiar, tienen el cerebro atrofiado por esa comida de porquería que les dan las madres para mantenerlos con vida a toda costa desde que nacen, y las pocas neuronas que les quedan las tienen quemadas de tanta cerveza. Pero igual me peleaba con ellos cada vez que podía, me gustaba verles las caras ensangrentadas y los ojos llenos de miedo cuando les hacía frente, porque ni siquiera entre dos o tres podían conmigo. Era la fuerza de la furia, del odio que les tenía lo que me hacía más poderoso que ellos, imbatible.
Algunas veces nos encontrábamos en los bailes. Los negros iban, con el cabello peinado con gel y el vaquero barato, tratando de parecer lindos para atraer a las negritas, y bailaban saltando como monos, moviéndose y despidiendo ese olor rancio a sudor y sexo. Asco, me daban tanto asco....
Cuando entré a la policía me tocó hacer rondas en los barrios bajos, esos barrios con calles de tierra y casas de ladrillos sin revocar, casas mal hechas y autos viejos, rotos y descascarados, que los negros se compran por poca plata, o simplemente roban. Ellos estaban allí, a veces sentados en las puertas, tomando cervezas y hablando de cosas sin sentido, vaya a saber qué, cómo iban a hacer para conquistar a la morochita de la otra cuadra, o cómo iban a convencer a la negrita que conocieron en el baile para que se acostara con ellos. Aunque no creo que tuvieran que usar mucho argumento, porque esas negras son todas putas, qué digo, ni siquiera eso, porque las putas por lo menos cobran, estas se acuestan por diversión, de puro calentonas, para que las toquen, para tener un hijo que se parezca al tipo que les gusta, porque coleccionan hijos de distintos hombres como quien colecciona recuerdos de lugares turísticos. Los miraba y deseaba que se atrevieran a hacer algo malo, que insinuaran el más mínimo gesto de provocación para sacar el arma y descargar todas las balas sobre ellos, verlos caer ensangrentados en la calle, verlos muertos... Pero ellos tenían mucho cuidado, se hacían los disimulados, bajaban la vista cuando veían acercarse al móvil de la policía y seguían hablando de sus cosas, contándose sus porquerías. Entonces, me gustaba imaginar que sentían mi odio, que lo sentían como un calor que brotaba desde el auto y les hacía nacer toda su cobardía.
Porque son cobardes, esos negros de la villa, todo el mundo lo sabe. Se envalentonan cuando van en grupo, cuando tienen la garganta caliente de cerveza y la mente atontada por las drogas, pero si están solos no son nada, se convierten en un muñeco de trapo y estopa, que se incineran con su propio miedo. Por eso me gusta encontrármelos a solas, que nuestras miradas se crucen y se encuentren, y ver cómo se achican y se esconden dentro de sí mismos, como esas arañas de patas largas que apenas se les acierta un golpe se convierten en una cosa pequeña y oscura, un ovillito sin sentido que si uno no las vio antes ni siquiera las identifica.
La alegría de mi día era encontrar a uno de ellos robando, o a punto de robar, vigilando una casa vacía o haciendo guardia en la puerta de un comercio; descubrirlo así, infraganti o casi, y agarrarlo de los brazos, sacudirle un par de bofetadas, colocarle las esposas y llevarlo a los empujones hasta el auto, obligarlo a bajar la cabeza para meterlo adentro, pero no lo suficiente, y dejar que se golpee la frente, que le duela, que aprenda que ser chorro no tiene premio y que la policía está para eso, para agarrarlos a todos y encerrarlos, ojalá se pudran en la cárcel y no puedan volver a las casas para seguir saliendo con las negritas, y trayendo hijos al mundo, hijos desnutridos y descerebrados como ellos, que serán tan chorros y desgraciados como los padres. Pero no, no es así. La verdad es que salen, siempre salen, salen dos o tres días después de que los detenemos, o una semana después, pero salen, porque son menores o porque no alcanzaron a hacer nada antes de que los detuviéramos, o porque los dueños del comercio que robaron les tienen miedo a los hermanos de esos negros y ni siquiera se animan a firmar las denuncias. ¡Los perdonan! Pero a nosotros no, a nosotros nos ensucian todo el tiempo, nos acusan de violentos, de gatillo fácil, de asesinos uniformados, a nosotros, que andamos en la calle vigilando para salvarles la vida, las casas, los automóviles importados, los televisores de pantalla gigante, los equipos de música, las ganancias de sus comercios y de sus empresas. A veces, ellos también me hacen sentir odio, como los negros, porque en el fondo son sus cómplices, porque prefieren verlos caminando por las calles y a nosotros nos miran con miedo o con desprecio, como si fuéramos culpables de todo lo malo que ocurre en esta ciudad, en este país, en este mundo.
En eso venía pensando ese día, cuando encontré a los tres negritos de la villa. Era de noche, una noche oscura y húmeda, con un retumbar de truenos lejanos anunciando la tormenta de Santa Rosa. Los tres estaban delante del kiosco de Don Emilio, que hacía meses despachaba detrás de las rejas porque ya le habían asaltado tantas veces que ya no le quedaba ánimo para abrir la puerta, pero mantenía la costumbre de atender a cualquier hora a los que hicieran sonar el timbre porque el viejo sufría de insomnio y pasaba las noches viendo películas y decía que al menos algunos pesos se hacía y le sacaba ventajas al castigo de no poder dormir.
Los tres estaban frente a la ventanita enrejada, uno con la mano en el timbre, los otros mirando para adentro, con las manos puestas sobre los ojos como viseras, espiando. Apenas los vi, me di cuenta que eran chorros. Ni siquiera habían tocado el timbre, solamente hicieron el gesto para disimular cuando se dieron cuenta de que se acercaba un auto, estoy seguro. Les di la voz de «alto, policía», y se dieron vuelta a mirarme, sorprendidos. El más chico obedeció enseguida, se puso de rodillas con las manos en la nuca, la cabeza baja, temblando; los otros intentaron retobarse. «No somos chorros, sólo venimos a comprar cigarros», dijo uno de ellos, pero tuvo la precaución de levantar los brazos, por las dudas. «¡Qué te pasa, negro! ¡Si vos me conocés, si somos vecinos!», gritó el otro, el más alto, mirándome con cara de asombro.
¡Me dijo «negro»! El insulto me golpeó en la cara como una trompada de knock out, me sacudió, me provocó un estremecimiento de dolor, creo que hasta dejé escapar un gemido. Me insultó, el maldito negro villero me insultó, se dio el lujo de insultarme, de recordarme que vivía en el mismo barrio, que tenía la desgracia de compartir sus mismas miserias, de ver la misma mugre, de oler el mismo hedor abominable de aguas podridas, de oír las interminables cumbias villeras y los insultos de medianoche entre borrachos y los llantos de las mujeres golpeadas por sus maridos y los lamentos de los chicos hambrientos, cansados de mate cocido con pan seco. Me recordó mi origen, me ofendió en plena calle, delante de los otros dos negritos, a oídos de don Emilio, que espiaba a través de las cortinas del kiosco, de cualquiera de los vecinos que se hubiera despertado con el ruido.
Sentí el odio, creciendo como una fuerza brutal e incontenible, derramándose desde mi interior como lava volcánica, quemando mis huesos y mi piel. Y empecé a golpearlo, una y otra vez, con los puños convertidos en mazos de acero, adelante para estrellarse contra su cara, atrás para buscar más fuerzas, adelante para romper una nariz, para partir una ceja, para hundir un ojo, para magullar un pómulo, para desprender dientes y trozos de labios ensangrentados. Sin cansancio, una y otra vez, a pesar de los gritos del más grande y de los sollozos convulsivos del más chico, que seguía de rodillas en el suelo, mirando como hipnotizado. Y seguí golpeando cuando el flaco se cayó, pateándolo en la cabeza, en las costillas, en las piernas, y gritándole, negro, negro maldito, negro chorro, no vas a robar más a nadie, no vas a insultar más a nadie, de mí no va a salvarte nadie...
En algún momento, él se quedó quieto, inmóvil, fláccido como un muñeco de carne y huesos molidos. ¿Muerto? El flaco parecía muerto. Y el otro empezó a gritar como un loco, con chillidos histéricos: «Lo mataste, mataste al Diego, asesino, maldito asesino, asesino...!» Don Emilio había prendido la luz del kiosco y la cara del muchacho brilló, empapada por las lágrimas. «¡Te voy a denunciar, vas a pagar esto, desgraciado!»
«¡Pum, pum, pum!». El muchacho cayó muerto, al lado del flaco. Los disparos retumbaron a lo largo de la calle, y enseguida llegó el chillido del chico arrodillado en la vereda, mientras la sangre del muerto empezaba a mojarle los vaqueros deshilachados en las rodillas. Su cara era una máscara de terror, eso fue lo último que vi antes de levantar el arma y sentir el sacudón del disparo saliendo para estallar en su cabeza. Cayó de bruces, junto a los otros. Muertos, tres negros muertos, tres villeros, tres delincuentes, tres ladrones descubiertos justo cuando se aprestaban a asaltar el kiosco. Don Emilio va a decir que sí, porque él también sabe que los negros de la villa son todos chorros, ya le robaron tantas veces...
Por eso los odio tanto, porque soy policía para proteger y servir, como dicen en las películas americanas, y los tres negros estaban por robarle a ese pobre viejo, ese kiosquero de mala muerte que ni siquiera gana para pagar los impuestos. Ahora son tres chorros muertos.
Y mi odio descansa, se repliega, se esconde en algún rincón de mi alma, y siento un gran alivio, una enorme sensación de paz, de haber cumplido con mi deber.***













DESARRAIGO




Fue armando la valija despacito, colocando cada prenda con cuidado, casi amorosamente, como si temiera que fuera a desaparecer entre sus dedos si la doblaba demasiado a prisa o sin prestarle la debida atención a cada uno de sus pliegues. De repente, cada pieza de ropa iba cobrando identidad propia, despertando recuerdos que hasta entonces parecían no haber sido importantes. El vestido azul, que le había obsequiado su tía Alcira. El pantalón vaquero que vestía el día que conoció a Dardo, y que había usado tan pocas veces porque enseguida aumentó de peso y le ajustaba demasiado. El pulóver tejido por su madre, con aquellas gruesas torzadas que se entrecruzaban en la delantera y en el centro de las mangas. La camisa escocesa que Dardo le había obsequiado una tarde, cuando paseaban mirando las vidrieras del centro y ella le comentó que le parecía hermosa. El vestido que se había comprado con su primer sueldo, que en un comienzo le resultaba demasiado amplio y con el correr de los días y las variaciones de la balanza llegó a parecerle insoportablemente ajustado, y tuvo que dejar de usarlo. Pero ahora lo incluía en su equipaje, porque seguramente en España iba a extrañar las comidas argentinas, sobre todo el asado de los domingos, las facturas de manteca que hacía la tía Zulema, y que infaliblemente acompañaban el mate de las tertulias familiares; y los raviolones de su abuela, con ese relleno que la anciana había conservado como un secreto de familia y nunca había accedido a confiar a nadie. Y eso, sumado a la nostalgia y al trabajo, iban a ayudarla a adelgazar.
«Todos pierden peso cuando se van a vivir al extranjero, sobre todos los argentinos, que le dan tanta importancia a la comida», había dicho don Ramón, el almacenero español que luego de quince años atendiendo el mostrador de su despensa en Parque Patricios decidió cerrar y marcharse de regreso a su tierra natal, cuando le robaron por décima vez todo el dinero trabajosamente recaudado a lo largo del día. Y su tío Mario, que había partido hacía ya tres años y enviaba fotografías desde su nuevo hogar, de verdad que lucía muy delgado, casi flaco, «piel y huesos», como gustaba exagerar la abuela, que aún conservaba como imagen de belleza la figura regordeta y los rostros redondeados de los retratos antiguos.
Alguna de aquella ropa ni siquiera le sentaba, pero seguía guardando prenda tras prenda, acomodándolas con movimientos que se parecían a caricias, inclinándose sobre la valija para mirarlas de cerca, porque cada vez le costaba más distinguir si los pliegues iban o no quedando como correspondía. Se enjugó las lágrimas que empezaba a rodarle por las mejillas con el reverso de la mano. Qué dirían sus amigas si supieran que lloraba mientras hacía las valijas, ellas, que desde que empezó a contarles de los preparativos de su viaje comenzaron a revolotearle alrededor con risitas emocionadas y nerviosas, como si lo que estaba por ocurrirle a ella fuera algo digno de envidia. «Vos sí que tenés suerte, Chabela!», había dicho Susana. «Tener un tío en España que haya sido capaz de conseguirte un empleo, y que puedas irte así, con todos los papeles en orden, sin incertidumbre ni miedo, como se fueron tantos otros...».
Era suerte, sí. Así lo veía todo el mundo: sus padres, los vecinos, las ex compañeras de trabajo, las que fueran sus compañeras de estudio; una verdadera suerte. Sobre todo aquello de tener un empleo donde ganaría un sueldo decente, ir acomodando su vida al nuevo entorno, y enviar dinero a sus padres, acosados por las deudas y las privaciones de meses sin trabajo, con la sombra de la depresión rondando sombríamente y el miedo a caer enfermos convertido en un acoso despiadado e ineludible.
Pero también estaban las pérdidas, las despedidas, las calles familiares que ya no recorrería, la gente que ya no volvería a ver quién sabe hasta cuándo, los sonidos familiares del televisor, del motor de la vieja heladera, de la máquina de cortar pasto, y sobre todo, la mano cálida de su madre acomodándole el cuello del saquito de lana, la mano áspera del padre extendiéndole un mate, la mirada crítica de la abuela examinando su peinado, su ropa, su maquillaje. Los aromas familiares del café recién hecho, del jazmín florecido, del pasto recién cortado, de la tierra humedecida por la lluvia, del cabello de la abuela cuando se inclinaba a darle un beso. Los aromas de su vida, que fueron parte de su infancia, de adolescencia, de sus alegrías y de sus tristezas, ahora pasarían a ser parte de su nostalgia.
Sintió una mano apoyada en su hombro. Era su padre, que había ingresado a la habitación tan silenciosamente que ni siquiera advirtió su presencia. «Te traje un mate, hijita», murmuró el hombre, desviando la mirada para fingir que no había notado las lágrima que empañaban los ojos color miel de Chabela. Los dedos de la joven estaban fríos y temblorosos, pero sostuvieron el mate con fuerza, aferrándolo como un ancla que la mantenía unida a ese mundo que empezaba a escapársele poco a poco. Sorbió un trago del líquido caliente y dulce, y se volvió para sonreír al hombre, que la miraba con timidez, tal vez temiendo descubrir la profundidad del dolor que iba materializándose en el alma de la hija que en pocas horas más partiría camino a Ezeiza.
Aquella era la última valija. En un rincón del cuarto, alineadas en torno a la mesita de luz pintada de blanco, aguardaban las otras maletas, algunas preparadas ya con varios días de anticipación, y la caja prolijamente empacada que contenía algunos recuerdos personales que Chabela había ido escogiendo con cuidado en la semana previa al viaje: algunos libros, cuadernos con apuntes de vida, albumes fotográficos, objetos, regalos, algunos cuadritos que habían adornado su cuarto infantil primero y su habitación de muchacha soltera más tarde, una colección de postales de Argentina, un par de juguetes que atesoró en su infancia. Encima de la caja, cubriéndola protectoramente, el poncho rojo y negro, último obsequio del abuelo Tomás antes de despedirse de este mundo, que Chabela pensaba llevar sobre los hombros al ascender al avión que la llevaría al aeropuerto de Barajas.
La madre entró también, despacito y en silencio. Mirando a la hija sonrió, con esa sonrisa dulce y serena que le transmitía tanta paz. Ella fue la que más se había resistido a la partida de la hija, pero la fuerza de la realidad terminó por sobreponerse. Había visto el cansancio de la joven cada noche, al regresar de horas de búsqueda vana de un trabajo; había sido testigo de su desilusión, de su agotamiento, de aquella impotencia que tantas veces lloró refugiada entre sus brazos, como antes había sido testigo de sus años de estudio y de esfuerzo para ser la mejor, superar a sus compañeras y superarse a sí misma y alcanzar un nivel académico que le permitiera ser una profesional capacitada. Todo aquel esfuerzo no podía haber sido en vano; la hija debería volar, y ella decidió abrir los brazos para dejar que se marchara, aun temiendo no volver a verla en años. O tal vez nunca.
La hora de la despedida era demasiado cercana ya, y no podía permitirse el lujo de llorar ante la hija. Más bien, sabía que era el momento preciso para animarla, para ayudarle a recuperar la visión bella y optimista de su destierro: podría trabajar en lo que tanto le gustaba, podría ganar dinero para ayudar a su familia, podría reencontrarse con su tío Mario y conocer al sobrinito que sólo había visto por fotos. Podría conocer muchos lugares nuevos, y a gente hospitalaria y amable que la ayudarían a adaptarse a un estilo de vida distinto, tal vez hasta encontraría el amor en España. Posiblemente ése era su destino, y entonces todo el dolor de la partida pasaría a ser una anécdota para recordar con una sonrisa. «Sí, por qué no, hija mía, no tenés que estar triste, si la vida no termina acá, quién sabe cuántas cosas buenas e importantes te esperan en España...»
Chabela escuchó la voz cálida de la madre, acompañándola mientras doblaba y guardaba las últimas prendas, mientras cerraba la última valija y le adhería la etiqueta con su nombre y su destino. Cuando se volvió, su padre y su madre estaban de pie detrás de ella, contemplándola con expresión de amorosa preocupación. «Están por quedarse solos, y se preocupan por mi dolor, hasta tratan de consolarme», pensó la joven, sintiendo que la emoción que había ido creciendo en su interior a lo largo del día se desbordaba como un río de montaña con la llegada de los deshielos, sacudiéndola en incontenibles sollozos. Mientras el torrente de lágrimas corría por su rostro, sintió que los brazos de sus padres la rodeaban, estrechándola apretadamente, como cuando era una niña pequeña que temía su primer día de clases. Se enlazó a ellos y lloraron los tres.***

jueves, 11 de diciembre de 2008

El Chuqui



Nació pesando dos kilos y medio, apenas un montoncito de carne oscura coronada por una cabellera renegrida y brillante que le cubría hasta los ojos. El padre lo definió como un bebé feo y lo apodó "El Chuqui", por el muñeco malvado de las películas que solían dar por televisión.

Al cumplir dos años, se había convertido en un niñito moreno de ojos vivaces, que caminaba ágilmente y se subía y bajaba de todo lo que encontraba en su camino.

A los tres años comenzó a conocer las calles. Su padre lo llevaba, junto a sus hermanos mayores, en un viejo auto destartalado que parecía casi milagroso que pudiera ponerse en movimiento, y los conducía hasta alguna plaza de la ciudad para que pidieran monedas a la gente que transitaba por el lugar. A veces los acompañaba la madre, llevando en brazos el más pequeñito, y ella también pedía ayuda para conseguir alimentos o remedios, con voz lastimera y llorosa. El padre los esperaba en el coche, fumando incansablemente hasta la hora de reunirlos de nuevo para emprender el regreso al caserío miserable donde habitaban.
A veces reunían dinero suficiente para comer y hasta para comprar vino para el hombre, pero si las monedas que le entregan eran escasas, prorrumpía en gritos amenazadores y hasta podía llegar a golpear a los niños, sobre todo a los más pequeños. Chuqui solía recibir más golpes que sus hermanos, porque a los ojos del padre nunca demostraba la habilidad suficiente para dejarlo conforme. El chico sentía que su padre no lo quería. Y la madre tampoco, ya que nunca hacía nada por defenderlo de las golpizas.
Una tarde, mientras caminaba por una calle céntrica solicitando dinero para un hermanito enfermo, un automóvil se detuvo junto a él. «¡Hola, nene! ¿Te gustaría tener cincuenta pesos, todos para vos?» El chico lo miró con curiosidad. Era un hombre joven, bien vestido, muy blanco y rubio, que lo miraba con una sonrisa amable; no le pareció sospechoso. «¿Y qué tengo que hacer?», preguntó. «Sólo venir conmigo, a dar una vuelta. Me siento solo, me gustaría pasear acompañado por un chico tan lindo como vos, ¿vamos?» El Chuqui miró por encima del hombro para ver si su padre lo estaba observando, pero el auto estaba fuera del alcance de su vista; se encogió de hombros y dijo que sí. El hombre lo llevó a dar una vuelta por la ciudad, lo invitó a tomar un helado, le compró una remera nueva en un puesto callejero. Después lo invitó a ir a su casa, allí le daría el dinero prometido, dijo, porque había resultado un buen niño. Bajaron en una casa muy grande, rodeada de un hermoso jardín con árboles y plantas bien cuidadas, que el Chuqui miraba con asombro. El joven lo llevó directamente al cuarto de arriba, un enorme dormitorio con espejos y luces de colores en las paredes. «Ahora vamos a jugar un rato, vas a ver qué bien la vamos a pasar... Después voy a llevarte de vuelta a tu casa, y voy a darte el dinero, si te portás bien, ¿vas a portarte bien, verdad?», dijo el muchacho, sentándolo en el medio de la cama. Después empezó a besarlo suavemente, acariciándolo con lentitud, susurrándole palabras cariñosas junto al oído. El Chuqui no entendía nada, pero lo dejaba hacer; el hombre era cariñoso, después de todo, su padre nunca le había dado tantos besos, ni siquiera su madre.
El juego continuó con el chiquillo desnudo, el joven manejando su cuerpo para colocarlo en extrañas posiciones, siempre hablándole y diciéndole palabras afectuosas, que calmaron el miedo que sintió cuando lo puso boca abajo, cuando le dijo que era lindo, que bello chico, que hermoso chico encontré al fin...
El hombre cumplió a medias con su promesa. Le dio los cincuenta pesos, pero lo dejó abandonado en la calle, a pocos metros del lugar donde lo había recogido; lo ayudó a bajar del coche y lo despidió con un beso, agradeciéndole por haber sido tan bueno y dócil. Pero el Chuqui no volvió a su casa. Siguió vagando por las calles de la ciudad toda la noche, durmió en el portal de una casa, retomó el camino durante la mañana, buscando el parque donde debería estar el auto de su padre, esperándolo. Pero no pudo encontrarlo, y supo que se había quedado solo. A los cinco años había perdido todo vestigio de inocencia, y ya no tenía más familia. Continuó pidiendo, se unió a otros chicos de la calle que vivían de las limosnas y dormían en los portales, los bancos de las plazas o del subterráneo, se acostumbró a decidir por sí mismo lo que era bueno y lo que era malo, aprendió a manejar el escaso dinero que recaudaba, a eludir a los trabajadores sociales que intentaban reclutarlo para vivir en hogares para chicos sin familia y a los policías que lo miraban como delincuente en potencia.
Tenía ocho años cuando aspiró por primera vez el pegamento de aquella bolsita de plástico, refugiado en la oscuridad de los zaguanes, escondiéndose en los portales y los huecos de los comercios cerrados. Empezó a hurtar frutas de los puestos callejeros, pronto se hizo diestro en arrancar los bolsos de las mujeres que caminaban mirando vidrieras, más tarde aprendió a sustraer las billeteras de los bolsillos de los hombres en las paradas de colectivos o en el andén de los subterráneos. Eso era más fácil que pedir, y le daba más emoción y más resultados. Podía comprarse cigarrillos, podía beber cerveza ante los ojos azorados de los turistas que salían a sacarse fotografías en los barrios tradicionales de Buenos Aires, hasta les cobraba en dólares para que permitirles sacarle una foto.
Un día, otro chico le enseñó a forzar las ventanillas de los autos para sacar los pasacasetes. En uno de esos coches encontró un arma, y se la guardó como trofeo para alardear ante sus amigos, pero también para usarla alguna vez, si hacía falta. La ocasión llegó una noche, cuando deambulaba por una calle de barrio, sin dinero, con frío y un intenso deseo por conseguir una dosis de aquel polvillo blanco que conseguían de un moreno que todos los días se acercaba en moto al grupo de chicos de la calle para ofrecer su mercancía. Era algo especial, lo hacían sentir bien, olvidar las cosas feas que iba acumulando en su alma, imaginarse mundos diferentes donde todo lo bello era posible y el amor, la familia, el calor de hogar estaban a su alcance. Tenía que conseguir dinero, pero tenía que ser esa misma noche, enseguida, antes de que la ansiedad lo enloqueciera...
Entonces vio la parejita, que caminaban abrazados por la vereda de enfrente, conversando en voz baja, sin advertir su presencia. Se cruzó sigilosamente, aprovechando el cono de oscuridad de un farol con el bombillo quemado, y se acercó a la pareja sin hacer el menor ruido. Sacó el arma del bolsillo de la campera y lo apoyó contra el hombre. «Dame la plata o te mato!», ordenó, sorprendido él mismo de que su mano no temblara y su voz sonara fuerte y firme, como la de un adulto. «Está bien, tranquilo...», susurró el otro, sin perder la calma. «Voy a darme vuelta despacio, tengo la billetera acá, adentro de la campera, no te pongás nervioso...», siguió el hombre, mientras iba girando con lentitud el cuerpo. «¿Esto querías?», preguntó, y el Chuqui apenas tuvo tiempo de ver fugazmente el brillo del metal en las manos del hombre. Dos balazos, dos balazos a quemarropa, un grito agudo, una maldición entrecortada, y un silueta frágil cayendo sobre la acera. El cuerpo del Chuqui.
Algunos vecinos atinaron a encender las luces de los jardines, se atrevieron a mirar a hurtadillas por las ventanas hacia la calle. «Mirá, parece que quisieron asaltar al novio de Patricia!» descubrió uno de los vecinos. «¡Con quién se fueron a meter! ¡Nada menos que con un policía!»
El policía se inclinó sobre el cuerpo caído, en el que una mancha de sangre comenzaba a hacerse más y más grande; su novia, cubriéndose la boca para sofocar un grito, se arrodilló a su lado. «Pero si es apenas un pibe, Juan... Mataste a un pibito...», murmuró. Y él le contestó: «Un chorro. Un maldito chorro, eso es lo que era. ¿No viste que nos estaba amenazando con un arma?» ***

lunes, 8 de septiembre de 2008

"El hijo"

Era un lindo muchacho, mi hijo. Morochito, como su padre, con cabellos renegridos, lacios y rebeldes; los ojos negro azabache le brillaban inquietos y llenos de vida, con una alegría que nunca supimos muy bien de dónde le nacía pero contagiaba a todos los que lo trataban.
Era un muchacho prolijito, mi hijo. Le gustaba vestir bien, siempre con sus vaqueros y sus remeras impecables. Si se salpicaba de barro los pantalones, volvía a casa a cambiarse de inmediato, porque no soportaba que la gente pensara que era sucio o descuidado.
¡Si habremos discutido por culpa de esa costumbre, porque muchas veces un pantalón seguía mojado cuando él ya estaba pidiéndome otro para cambiarse!
«¡No te preocupes, mami! Con el primer sueldo que cobre, te compro el secarropas», prometía cada vez que yo le hacía un reproche, siempre con la sonrisa amable que todos le conocían desde chico. Y así fue, nomás. Cuando consiguió el primer trabajo, apenas cobró salió a comprar el secarropas y me lo trajo él mismo, con la caja envuelta en papel de regalo y una tarjeta que decía: «Para mamá, para que no se queje los días de lluvia».
Era un muchacho trabajador, mi hijo.
Desde que estaba en la primaria empezó a prepararse para ayudar a su familia, haciendo cursos que podían serle útiles para conseguir trabajo. Cuando le preguntaban si no pensaba seguir una carrera, él contestaba que todavía no se le había despertado una vocación, pero creía que alguna vez eso ocurriría, seguramente. «Pero voy a esperar ese día trabajando, no con los brazos cruzados ni perdiendo el tiempo», eso decía. Aprendió a escribir a máquina, después computación; era muy hábil para hacer todo tipo de reparaciones en la casa, hasta se las arreglaba con la electricidad, que no es cosa tan sencilla. Así empezó a trabajar desde los trece años y siempre me daba el dinero, o me sorprendía haciéndome regalos de cosas que necesitaba pero que jamás me hubiera atrevido a pedir a su padre que me las comprara.
A los dieciocho años consiguió trabajo en una empresa muy importante. Entró para descargar camiones y estuvo dispuesto a limpiar el playón, a barrer las oficinas, a hacerle mandados a los jefes, hasta que surgió una vacante en el sector de computación. Pasó bien el examen y pudo hacer lo que le gustaba de verdad: horas y horas con esas máquinas, manejando planillas y hojas de cálculo, aprendiendo todo lo que le iban enseñando, enseñando a otros luego, con su eterna sonrisa y su deseo inacabable de progresar.
Era un buen muchacho, mi hijo.
Un corazón noble y generoso, siempre dispuesto a ayudar a todo el mundo, a colaborar con su familia y con sus amigos. El estaba seguro de que sus jefes lo apreciaban, de que sus compañeros lo querían, de que la vida le iba abriendo caminos cada día, y a pesar de las dificultades, era un chico feliz.
Hasta que vendieron la fábrica. Los nuevos dueños decidieron hacer algunos cambios, «reestructuración», esa fue la palabra del telegrama que le mandaron para anunciarle que se quedaba sin trabajo. Al principio pensó que sería por un tiempo, que volverían a llamarlo cuando todo se organizara; pero esta vez sus deseos no se cumplieron. Empezó la crisis, todo el país se vino abajo y la fábrica terminó cerrando, porque los nuevos dueños eran extranjeros y pronto se dieron cuenta que en Brasil les ofrecían mejores garantías para desarrollar su negocio. Todos sus compañeros se quedaron desocupados, todos. Empezaron a buscar trabajo en otras empresas, pero sólo algunos lo consiguieron; mi hijo tuvo algunos empleos temporarios, pero cuatro años después del despido todavía seguía desocupado.
Las cosas empeoraron con la muerte de su padre, en un accidente de trabajo. Como la empresa constructora no había pagado las cuotas del seguro no recibimos ni un centavo, y casi al mismo tiempo mi hija Silvia se embarazó y se fue a vivir con la familia de su novio. Quedamos solos, mi hijo y yo.
Y las cuentas. Y la tristeza a nuestro alrededor, la gente reuniéndose para compartir problemas y contarse penas, para comentar angustias y desesperación, para hablar de miseria, de desocupación, de hambre, de enfermedades que podrían curarse fácilmente si hubiera dinero.
Era un muchacho muy bueno, mi hijo.
Yo lo veía como luchaba por conservar el ánimo, por parecer siempre el mismo, por conservar la esperanza de seguir adelante y el deseo de luchar; pero aquella lucesita de sus ojos se fue escondiendo poco a poco y su sonrisa se fue tornando más breve, su voz más sombría, sus silencios más largos.
A veces, lo sorprendía sentado en el fondo, bajo el limonero, con la vista perdida vaya a saber dónde, las manos muy quietas sobre la mesa, pensando. ¿En qué estaría pensando mi hijo, en esos momentos? Nunca me atreví a preguntarle. A lo mejor, tendría que haberlo hecho, pero nunca me animé. Ahora, cuánto daría por saber lo que estaba pensando mi muchacho...
Cuando empezaron a venir a casa esos chicos, Javier y el Pato, pensé que a lo mejor lo ayudarían a sentirse mejor, a levantarle el ánimo. No me gustaban mucho, pero después de todo eran chicos del barrio, habían crecido tan cerca, habían ido a la misma escuela, eran tan pobres como nosotros. ¿Por qué tenía que pensar que eran malos?
Cuando los vecinos me vinieron a avisar que la policía se había llevado a mi hijo, no podía entender de qué me hablaban. Pensé que había tenido un accidente y que lo habían llevado al hospital para que lo atendieran, no podía pensar en otra cosa. «¡Apúrese, apúrese, doña Alicia!», me gritaba el almacenero, mientras el hijo de doña Cata me tironeaba de los brazos para llevarme hasta su camioneta, que esperaba delante de casa con la puerta abierta y el motor en marcha. Debe estar muy grave, pensé, están tan apurados...
Pero no se lo habían llevado a ningún lado. Estaba en el medio de la calle, tendido boca abajo, con la cara apoyada en un charco de sangre; muy cerca de la mano derecha había un arma, un revólver negro y reluciente, como sus cabellos. Quieto, muy quieto, estaba mi hijo.
Dicen que iba a asaltar el supermercado, con Javier y el Pato. Dicen que tenían a los clientes encerrados y que ya habían sacado la plata de la caja, cuando el policía que vive a tres cuadras fue a hacer una compra de último momento que le pidió su mujer, y sin querer descubrió el asalto.
Dicen que uno de los chicos se puso nervioso y disparó al policía, que el hombre sacó el arma y tiró también. Dicen que mi hijo era uno de los chicos y que intentó escapar, pero el policía le disparó por la espalda y cayó muerto. Dicen tantas cosas que yo no puedo creerles, porque nadie sabe mejor que yo qué clase de muchacho era mi hijo.
El debía estar de casualidad en el negocio. O a lo mejor acompañó a alguno de los muchachos creyendo que iban a hacer una compra, y los policías –ya sabemos cómo es la policía- seguramente lo vieron morochito y vestido con ropa humilde, y pensaron que era un ladrón, porque para ellos todos los pobres y todos los morochos somos delincuentes. Y cuando dispararon y lo vieron muerto, seguramente le colocaron un arma en la mano, para hacerlo ver como culpable, porque la policía siempre lleva un arma para esas cosas, para cubrirse cuando mata a algún chico como mi hijo sólo por ser morocho y pobre.
Porque mi hijo no era un delincuente, no señor. Pero igual lo mataron.
Ahora sólo me queda su foto, esa donde todavía sonreía, contento porque tenía un buen trabajo y podía regalarle cosas a su madre y a su hermana. Esa foto donde estaba tan lindo, con esos ojos negro azabaches llenos de alegría y de esperanza. Porque era tan lindo mi hijo...***